La entrada inmediata anterior estuvo dedicada a Vicente Huidobro. Allí mencionamos una entrevista publicada en el diario La Nación, de Santiago de Chile, el 28 de mayo de 1939, en la que Huidobro destaca, entre los escritores chilenos de su época, a este puñado de poetas: Teófilo Cid, Braulio Arenas, Enrique Gómez, Adrián Jiménez, Eduardo Anguita, Jorge Cáceres, Carlos de Rokha, Pablo de Rokha –a pesar de las polémicas o por ellas mismas-, Winet de Rokha y Rosamel de Valle.
En mi biblioteca doy con algunos de estos nombres. Entre aquellos que aparecen (los amigos de mis amigos son mis amigos) a continuación sus biografías en formato brevísimo, junto con la transcripción de los poemas suyos que leí y más me gustan.
Braulio Arenas
Arenas nació en La Serena, cerca de Santiago, en 1913. Como veremos al hablar de Cid, fue uno de los vanguardistas fundadores de Mandrágora. Como en Borges, su afición por el ajedrez discurre entre sus versos. Estudió derecho pero abandonó. Sus poemas son un monólogo interior onírico, alucinado. Se ha dicho de su novela Adiós a la familia (editada luego bajo el nombre Sólo un día en el tiempo) que pertenece al realismo mágico. En 1935, presentado por Eduardo Anguita, conoció a Vicente Huidobro, de quien fue un gran amigo y compañero hasta sus últimos días, siempre de visita en la casa frente al mar. En 1940, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, interrumpió una lectura de Neruda, quitándole de las manos el discurso para romperlo inmediatamente después a los ojos de todos. Arenas murió en Santiago, a los 75 años, tras ganar el premio nacional de literatura de su país.
La casa fantasma
Casa para vivir,
casa que el hombre busca
desde que el mundo,
desde que el hombre es hombre,
desde que el techo es cielo.
¿Es la casa esta noche?
¿Es esta viga
que sale afuera como un hueso puro?
¿Es la ventana
para aguardar el tiempo tras el vidrio?
Ella -la casa- es pura,
y por tanto se orienta a las paredes,
se orienta al coro alegre de las puertas,
se orienta al subterráneo,
a la techumbre.
Ella está el exterior, como nosotros,
y busca su interior, como nosotros.
Es su propio fantasma
y quiere ser la casa en la medida
que nosotros queremos habitarla.
Ella -la casa- es pura
y quiere ver a su habitante adentro.
Quiere latir su corazón al ritmo
del corazón del niño, y busca ansiosa
corazones que quieran habitarla.
La casa está en su casa.
Casa, casa,
¡Cuántas casa ausentes para el hombre,
cuánta miseria atroz, cuánta intemperie,
cuánta casa fantasma!
No comprende la casa su silencio,
su vacío de barco abandonado.
No comprende esta paz de cementerio.
¿Dónde está mi habitante?, se pregunta.
¿Dónde el niño sin techo del que hablaban?
La casa yace sola, sin remedio.
Fantasma de sí misma yace ausente.
La casa pasa por sus vidrios rotos,
entre en el comedor que está hecho trizas,
anida en las paredes desplomadas.
Entra en el dormitorio y se detiene.
¿Quién duerme aquí?, pregunta.
Nadie, nada:
ni un dedal en la pieza de costura,
ni un plato en la cocina abandonada.
¿Y dónde están los hombres?
No sabemos.
Están perdidos de la casa, todos.
Pero a lo lejos: ¡llegaremos!, se oye,
¡llegaremos un día hasta la casa!
¡Llegaremos un día, y tanta ruina
de la fantasma casa
será esplendor,
puesto que el hombre entonces
vendrá a morarla!
Exigencia siempre
He aquí el árbol y su mínima brújula,
he aquí el ave como una mínima burbuja
en su cerebro de cielo por doquier:
una burbuja de canto salida al mar del mundo,
un corazón de brújula
donde siempre es el norte.
El árbol rema el bosque
igual a las pestañas que reman la mirada,
el árbol se va huyendo de los hombres
y del fuego del roce,
guiado por el canto de los pájaros:
se va el árbol en busca de su selva,
en busca de su patria permanente,
su burbuja de pájaro.
Dibujo
Primero tracé un círculo,
hice crecer un árbol,
puse un nido en su copa,
más arriba, una nube:
hice brotar el agua,
apenas un arroyo,
para que árbol y nube
y pájaro bebieran.
El árbol, es fatal,
se propagó en un bosque,
y los pájaros pronto
volaron en bandadas:
la nube se hizo inmensa,
se hizo la tempestad,
y el arroyo en un río
se desbordó de súbito.
Y en medio de la selva
yo tracé una cabaña,
y una mujer adentro
para sentirla mía:
la choza se hizo pueblo,
pronto, una gran ciudad,
en la que busco, a ciegas,
a la joven perdida.
Detalles para André Bretón
Ellos se convidaban para reír, para hablar del pasado,
para conocer la vida en todos sus detalles,
y en efecto, muchas veces lograban recordar,
lograban sacar algunas palabras de sus labios,
resecos por la tierra, partidos por el sol,
y hasta era posible que sintieran piedad por ellos mismos,
todo esto de un modo suave,
con paseos lentos en torno de una plaza,
con intercambio de opiniones, de rabia, de tabaco
[...]
para conocer la muerte en todos sus detalles.
El cristo pobre
Oh Cristo pobre, quien podría
no sentirse tu compañero,
tan achacoso y lastimero,
tan pierna arriba en tu agonía.
En las tinieblas refulgía
con gran piedad tu cuerpo entero
lleno de sangre y verdadero,
como está el sol al mediodía.
Te vi abismado, Cristo pobre,
Cristo del pobre sin un cobre,
perdonador porque eres bueno.
De todo, Amor, te despojaron,
sólo las llagas te dejaron,
Cristo tan pobre, tan chileno.
Teófilo Cid
Teófilo Cid Valenzuela es un poeta chileno que nació en Temuco el 27 de septiembre de 1914 y murió en Santiago a pocos meses de cumplir cincuenta años. Su padre era empleado del ferrocarril, y su infancia transcurrió en diversas ciudades del sur de Chile. En Santiago estudió Leyes, pero no terminó la carrera. Cursó pedagogía luego, y fue funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores hasta que en 1936 comenzó a trabajar, precisamente, en el diario La Nación. Fundó el grupo de vanguardia surrealista que se llamó Mandrágora, junto con Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa (a quienes conoció en su adolescencia, cursando el secundario en el Liceo de Talca) y Jorge Cáceres. En su obra poética (Cid escribió además novelas) destacan Bouldroud (1942), libro de relatos oníricos, y Camino del Ñielol (1954) -Ñienol es el nombre mapuche de un monte cercano a Temuco-, donde Cid es claramente influenciado por la obra de Huidobro.
El bar de los pobres
He ido a comer donde comen los pobres,
Donde el pútrido hastío los umbrales inunda
Y en los muros dibuja caracteres etruscos
Pues nada une tanto como el frío,
Ni la palabra amor, surgida de los ojos,
Como la flor del eco en la cópula perfecta.
Los pobres se aproximan en silencio.
Monedas son sus sueños
Hasta que el propio sol airado los dispersa
Para sembrarlos sobre el hondo pavimento.
En tanto, cada uno es para el otro
Claro indicio, fervor de siembra constelada.
Y en la pesada niebla de los hábitos
Que en ráfagas a veces se convierten
De una muda erupción
De alcohólica armonía,
Yo siento que el destino nos aplasta,
Como contra una piedra prehistórica.
Pues somos los que pasan
Cuando los más abren los ojos claros
Al amplio firmamento
Que adunan los crepúsculos antiguos.
El mundo es sólo el sol para nosotros,
Un sol que ha comenzado por besar las terrazas
De los barrios abstractos.
Masticamos sus migajas,
Sintiendo que un espasmo egoísta nos mantiene,
Pues somos individuos, por más que a ciencia cierta
El nombre individual es sólo un signo etrusco.
En los que aquí mastican su pan de desventura
Un viejo gladiador vencido existe
Que puede aún llorar la lejanía,
Los menús elegir de la tristeza
Y darse a la ilusión de que, con todo,
Es un sobreviviente de la locura atómica.
Sentados en podridos taburetes
Ellos gastan los últimos billetes
Vertidos por la Casa de Moneda.
Los billetes son diáfanos, decimos,
Carne de nuestra carne,
Espuma de la sangre.
Con billetes el mundo
Congrega sus rincones
Y parece mostrar una estrella accesible.
Sin ellos, el paisaje es sólo el sol
Y cada cual resbala sobre su propia sombra.
Pero la Casa de la Moneda piensa por todos
Y los billetes, ¡Oh encanto del bar miserable!
Nos suministra sueñas congelados,
Menús soñados el día desnudo de la fama
Al levantar los vasos se produce el granito
Del brindis que nos une en un pozo invisible.
Alguien nos dice que el sol ha salido
Y que en el barrio alto
La luz es servidora de los ricos
¡La misma luz que fue manatial de semejanza!
Hoy he ido a comer donde comen los pobres
Y he sentido que la sombra es común
Que el dolor semejante es un lenguaje
Por encima del sol y de las Madres.
Enrique Gómez Correa
Gómez Correa nació en 1915. Junto a Cid y Arenás fundó Mandrágora, sostén de la vanguardia surrealista chilena. La tesis con la que obtuvo el título de abogado, Sociología de la locura, aborda la cuesitón de las enfermedades mentales y la locura de la sociedad, utilizando los mismos elementos del surrealismo pero con un lenguaje apropiado para un ensayo teórico. Como diplomático viajó, y entre sus muchos destinos le tocó París, donde conoció a sus exponentes vanguardistas. Fue amigo de André Bretón y René Magritte. Murió en 1995.
Alicia en el País de las Maravillas
Cuando se descargan los deseos del árbol
Cuando el árbol abre bien el ojo y recupera el olfato
Y se fija en nosotros que nos identificamos con el fastidio del lago
Pese a la furia de las nubes y de las manos que imploran piedad
Entonces la imaginación es sacudida por inevitables cataclismos.
Algún día se desatará el nudo que perturba el hilo de la memoria
Algún día no habrán los extremos de sueño y vigilia
Y tú bella desconocida podrás tenderte libremente sobre la yerba del placer
En tu pecho crecerá el muérdago el oxiacanto
La mirada tuya será mi propia mirada
Y te sentarás esperándome todas las tardes a la entrada de los golfos a los que ahora me empujas
A esos golfos temidos por los perros
Arrancados a viva fuerza de los territorios del demonio.
No tendremos la inquietud
Ni el asalto a mansalva
Ni la nube de la que tú sabes sacar tanto partido
Ni la piedra que nos endurece el ojo y la nariz
Ni yo mismo que me compadezco de su pobre ser.
El hombre volverá a su estado de planta
De nariz trepadora
De pájaro errante
En buenas cuentas con sus cinco sentidos independientes
Y entregados al más cruel y perfecto desorden.
La viuda
Tan pronto han enterrado al esposo
Ella fija sus ojos en los cuatro puntos cardinales,
Que por economía llama los cuatro cardenales.
Uno ha venido del centro del África y ama hablar
del totem familiar que le protege.
Otro es un nórdico obsesionado por la cerveza.
El tercero es un irlandés que pasa el día entero
hablando mal de los ingleses.
Y el cuarto es un apátrida venido no se sabe de qué
continente locamente enamorado del mar y de las
montañas.
Pero en secreto -muy en secreto- también la ama
un teniente de carabineros que sueña hablarle a la
hermosa viuda del prestigio de su Cuerpo.
Cuando ella escucha hablar al africano piensa que a su
difunto esposo le aterrorizaban las serpientes.
Si ve al nórdico piensa que su esposo preferiría
el whisky a la cerveza.
Si ella escucha al irlandés de inmediato piensa que su
amado esposo tenía una loca admiración por el
teatro isabelino.
Y finalmente cuando ve al apátrida prepararse para ir al
mar o la montaña se recuerda que su esposo consideraba
al mar un perro rabioso y a la montaña una prisión.
¡Ah! la hermosa viuda vive atormentada por el recuerdo.
Y aunque su esposo le entregó antes de morir la llave del olvido
No sé si por lujura o fidelidad no piensa utilizarla.
"Me olvido del olvido" -dice- volviendo a su muerto.
Habría preferido que hubieran incinerado el cadáver de su esposo y lanzarse sobre la pira.
Con su corazón abierto con la nostalgia saltándole a
borbotones a sus sienes y cubriendo la ciudad
Por eso es sombra y la sombra a veces pesa más que el cuerpo.
La viuda se ha desnudado completamente frente al africano
y éste echa al diablo a su totem familiar.
Completamente frente al nórdico y éste ha comenzado
a preferir el whisky a la cerveza.
Completamente frente al apátrida que ya siente que la
montaña es una cárcel y le molesta el ruido de las olas.
Sólo el teniente de carabineros -que ya es capitán- en
secreto -muy en secreto- persiste en su deseo de
hablarle a la hermosa viuda del prestigio de su cuerpo.
Lector, no dudéis de la pureza de la viuda.
Siguen encontrándose en el sueño del difunto esposo.
El fantasma ha vencido.
El Espectro de René Magritte
Cuando él descubrió la huella inefable de la luciérnaga
Había a su alrededor seres extraños identificables con la furia
Seres a cuyo paso el sonido guardaba silencio
Que os invitaban al fondo del mar al fondo del cielo
A la tormenta de los objetos.
Y tú René Magritte paseabas con tu espectro a cuestas
Con tu mundo desconocido forjado en la fragua del deseo
En el anillo de la imaginación
Que en tu dedo era el dedo del fantasma.
Tú reconocías en el ángel.
A cuyo golpe de rayo el árbol despiadado
Te reconocíuas en el árbol
A cuya mirada era la más perfecta estatua de carne y hueso
Era entonces la tortura de la ventana frente al infinito.
Fuego del vendabal que parte de la cabeza a los pies
Fuego para llorar fuego para reír
Fuego próxmo a lo que eres tú con tu ojo de fuego
Fuego nostálgico.
Tanta vida inútil
Tanto espejo sacrificado a instancias del círculo mágico
Tanto corazón al borde del abismo
¿Por qué la vida -la tantas veces recordada vida- ha de ser inútil?
Y tú lo sabes René Magritte
Lo sabes en el relámpago lo sabes en tu amor
Lo sabes en la más pervertida de las nubes.
Andas y desandas el camino que ya no es el mismo
A tu habitación llegan objetos conocidos y desconocidos
Y tú los invitas a cenar
Tú conversas tú les das la palabra
Tú les das el alcohol tú eres enigmático como ellos.
Pero yo vuelto hacia mí
Temblando en la página en que te escribo
Con mi vestón que he olvidado con displicencia te digo
Pasad espectro de carne y hueso
Pasad.
Jorge Cáceres
Luis Sergio Cáceres Toro nació en 1923 en la capital chilena. Además de escritor e integrante del grupo surrealista Mandrágora, fue bailarín y artista visual. A los 16 años conoció a Huidobro, quien lo influenció y alentó a realizar collages, fotomontajes y caligramas. Murió a los 26 años, en el baño de su casa, a causa de una intoxicación por inhalación de gas.
Poema
La silueta del campo bajo la helada como un abanico
que despliega a la deriva
Y en el horizonte no hay nada más que unos ojos de
cohetes en el instante de partir
Nada más que la noche magnética y el torrente con
garras de castor
Pero a través de esa luz pasan unos ojos de piedras
que ruedan
Y unos labios de manchas que no salen
Y aún en plena selva la cola que se abre como un
gesto de cristal quebrado
Abreviando la noche de diciembre con relámpagos de
topacio claro
La noche de rabo de paloma dorada
que ha caído para siempre bajo el hacha
como un viejo botón
por el desgaste del hilo.
Nada en el pozo sino el aire del sur y la varilla imantada
Y el cazador en el momento de apretar el gatillo
El paisaje desaparece
Nada en la costa sino el sol de mar que ha subido a
dejar la perla en el cenicero cerrado con llave
Pero la torre a lo lejos siente la primavera
Y de la chimenea aún salen esas señales de eclipse
Que atraviesan el campo en forma de seno
En forma de fuego.
Eduardo Anguita
También vinculado al grupo Mandrágora, Eduardo Anguita Cuella nació el 14 de noviembre de 1914, en Linares. Abandonó el secundario para dedicarse a escribir. Fue un poeta metafísico y reflexivo, que abordó en su obra la religión y escribió, incluso, poesía mística. Se desempeñó como editor y como agregado cultural en México. Se casó y tuvo tres hijos, pero se divorció para vivir solo. Ganó el Premio Nacional de Literatura de Chile, en 1988. Murió en soledad, en 1992.
Venus en el pudridero
¿Escucháis madurar los duraznos a la hora del estío,
a la venida del sol, mientras un príncipe danza
en vísperas de su coronación?
Yo pienso en el gusano.
¿Oís podrirse los duraznos en el granero,
al atardecer, mientras las fechas del reino
caen de los tronos
y el viento las amontona, las dispersa y olvida?
Yo pienso en el gusano.
Si veis montar el agua de la noria,
con un niño fijamente asomado al brocal
frente a frente al abuelo,
y se siente el beso de los amantes como una hoja seca
que el pie del tiempo aplasta crepitando:
¿los amantes están muertos? No preguntéis con torpeza.
Pensad en el gusano.
Al borde del pozo, gusano y amante,
los dos punteros del reloj.
El agua está vacía y la amada es un torrente de mil rostros despeñados.
Ambos sedientos, un sol varonil frente al otro sol, también varonil,
pero llorando y sombrío:
el de la aurora y el atardecer, íntimamente coludidos,
aparentemente enemigos y cuán quebrantados.
Llegan carretas rebosantes de frutas maduras,
se despiden los ancianos,
las raíces quedan en acecho al sol de la espera,
se acumulan los hechos.
[...]
Os contaré amantes, qué hacéis cuando estáis juntos;
lo que yo hice y sentí
en aquel huerto de espigas corporales.
El gallo a mitad del día, erguido para el amor,
y la luna que espera al ave de fuego,
mojada, abierta y silenciosa.
La tomé por la mirada, rebanando con mi vista su entrecejo,
y desde ahí, humedeciendo con su vista mis manos y con mi vista su cuerpo,
sin dejar de mirarla,
comencé con las yemas a estirar sus ojos a las sienes:
hasta que su cabeza reclinóse en mi hombro.
Su cabeza era una blanda caverna, donde se escondía el torrente,
el que me llevaría hacia abajo, a las zarzas de sigiloso.
[...]
Ella tomó mi boca con su boca -llenar un hueco con otro hueco-,
para partir unidamente exhaustos.
Sus labios se reflejaron firmemente en mis labios.
Mis labios son yo que salgo; los suyos son yo que entro.
Y nos reconocíamos íntimos y temoblorosamente obvios.
Comencé a ser mi semejante.
Inquirí su cuello, una columna despierta,
hecha de luz internacional explícita.
Besos en su garganta de cascada de nieve, y sus pechos,
particulares bóvedas del cielo, copas de árbol, salidas
de sol y cualquier cosa aquí sólo representada.
Y siendo desbordantes, sin embargo formaban parte.
[...]
Accediendo, le ceñí a mi vez por la cintura,
siendo ella ahora el agua y yo el vaso.
Y se hizo tan íntima, que aun durmiendo me encontraba con ella
como si la hubera habitado y comulgado.
Estrechamos la condena y caímos veloz
por la corriente que arrastra juntos al pájaro y al vuelo.
[...]
Y apenas te han dado el beso y aún lo gozas
y ya los labios de la moribunda se retractan.
Sin embargo,
allí están su risa, su promesa, su palabra,
que parecen fundarse en la palabra.
¡Si yo pudiera
volver la flecha al arco, el beso al labio,
la nota a su instrumento!
¿Es verdad que me amó, es verdad que así es?
Cuando me dijo: "Ahora te amo y para siempre",
¿comprometía al tiempo venidero hasta el punto
que el hoy que ahora vivo debería desestimarse o bien vivirse
sólo como un ayer que logró ser mañana?
Y, sin embargo, qué débil potestad para derogar el pasado.
Allí están sus palabras y tú sientes
que este hoy les traza su contorno para labrar la copa
en que quiero beber toda su muerte.
Pero si aquel ahora fue real, ¿por qué estoy solo?
Y si no fue real, ¿qué es lo que añoro?
Decepcioné al gusano:
Lo que ella hizo, lo que ella habló, eso es verdad.
Porque no soy verdad yo, ni es verdad ella, ni eres verdad tú.
Alguien que va a ser dice algo que es.
Todas las bocas son necias; todas las palabras, necesarias.
Rosamel del Valle
Moisés Filadelfio Gutiérrez Gutiérrez nació en Curacaví, un 13 de noviembre de 1900. Tras la muerte temprana de su padre, debió abandonar los estudios para alimentar a su numerosa familia. Fue campesino, obrero linotipista, funcionario de Correos y Telégrafos, corrector de pruebas en la sede de Nueva York de la ONU y, desde muy joven, un gran poeta. Sus primeros poemas, publicados en 1920, siguen la estética modernista; recién luego su obra abordaría el surrealismo y, fundamentalmente, la poesía metafísica. Su pseudónimo guarda relación con un amor de juventud con este nombre propio: Rosa Amelia del Valle. Murió en Santiago en 1965.
Visita
Vendrá, se piensa, y viene el visitante.
La habitación se abre, No hay ni qué decirlo; entra. Los muros pierden la tranquilidad, los objetos pierden la tranquilidad, la luz pierde la tranquilidad, y lo que soy allí para recibirlo no guarda tampoco relación alguna con la palabra tranquilidad. Entonces sé que los muros tienen la forma de un oído y que el visitante pone el suyo junto a la cerradura de la puerta para asegurarse tal vez de que la mitad de sus pensamientos se han quedado afuera y como rindiéndome un homenaje en nombre de la lealtad. Tal vez por eso mismo recuerdo que su conducta ha sido siempre irreprochable. Y en cuanto lo veo quitarse el sombrero y arrojarlo al mar, comprendo que la conversación está iniciada. Una conversación de palabras húmedas, a veces semejantes al verano, a veces semejantes a la transpiración de los vidrios. No podría asegurarlo. Pero eso que dice sin que nada le salga de la boca es exactamente lo oído anoche en el sueño. Es decir, la historia de una conversación nunca empezada.
Entonces, y para evitar la tragedia de toda despedida, me vuelvo hacia el muro y le devuelvo al visitante esa página en blanco que amenaza derrumbarse de un momento a otro de entre sus dientes. Y cuando oigo caer la lágrima de la puerta que se cierra, la tranquilidad se enciende otra vez en la habitación.
Pero es tarde y sería inútil tratar de pasearme por las orillas de ese río que por esta vez no va al mar.
Cántico V
Amor amor amor y se nombra el cuerpo
meintras eres alma en el cuerpo y cuerpo en el alma
como el espíritu de la tierra es pura forma terrestre
como tu mirada es una lámpara en mis huesos
como tus huesos son el sonido de mis palabras
como tus silencios son el estrépito de mi espíritu
como la luz echó raíces en ti para mí
y ambos somos los desposeídos de todo
los dueños de la bella nada que nos une
los amos de la estrella celeste que nos separa
los regocijados con la paciencia de las hormigas
los fieles amigos de los lobos que invaden nuestra noche.
Hay varias muertes
Hay varias muertes. Una de ellas puede ser la de volvernos de pronto hacia la parte oscura a que da la mitad de nuestro cuerpo. La de adelante, la vida. La de atrás, la muerte. Es decir, que un día el orden de las cosas cambia, nos volvemos súbitamente hacia el lado invisible y nuestra parte oscura entra en la claridad. No vemos esa claridad. Estamos muertos.
Los "de Rokha"
Por último, leemos en la entrevista a Huidobro que motivó esta entrada una mención a Winett, Pablo y Carlos de Rokha. Ellos, madre, padre e hijo respectivamente, fueron miembros de una numerosa y trágica familia de artistas chilenos. Carlos Díaz Loyola (Pablo) nació en Licantén, un 17 de octubre de 1894, en el seno de una familia aristocrática venida a menos. Se crió ayudando a su padre en la administración de una estancia y andando a caballo por la zona cordillerana. Tras una breve y desencantadora estadía en Santiago, leyó "lo que me dijo el silencio", un libro de poemas de Luisa Anabalón Sanderson (Winett), hija de Coronel y nieta de Domingo Sanderson, traductor de Ovidio. En 1916, Pablo y Winett se casaron. Tuvieron ocho hijos, de los cuales el mayor fue Carlos Díaz Anabalón, quien también nació un 17 de octubre pero de 1920. En 1944 Pablo fue nombrado Embajador Cultural de Chile, y recorrió junto a su esposa 19 países de América. Cuando regresaron en 1949, Winett ya estaba enferma de cáncer, y moriría dos años despues. Carlos padecía esquizofrenia, y vivió la mitad de su corta vida internado. En 1962, a los 42 años, Carlos murió producto de una sobredosis de fármacos. En 1968, a los 73 años, su padre Pablo, Premio Nacional de Literatura, acabó con su vida de un balazo.
Círculo (Pablo de Rokha)
Ayer jugaba el mundo como un gato en tu falda;
hoy te lame las finas botitas de paloma;
tienes el corazón poblado de cigarras,
y un parecido a muertas vihuelas desveladas,
gran melancólica.
Posiblemente quepa todo el mar en tus ojos
y quepa todo el sol en tu actitud de acuario;
como un perro amarillo te siguen los otoños,
y, ceñida de dioses fluviales y astronómicos,
eres la eternidad en la gota de espanto.
Tu ilusión se parece a una ciudad antigua,
a las caobas llenas de aroma entristecido,
a las piedras eternas y a las niñas heridas;
un pájaro de agosto se ahoga en tus pupilas,
y, como un traje oscuro, se te cae el delirio.
Seria como una espada, tienes la trial dulzura
de los viejos y tiernos sonetos del crepúsculo;
tu dignidad pueril arde como las frutas;
tus cantos se parecen a una gran jarra oscura
que se volcase arriba del ideal del mundo.
[...]
NIña de las historias melancólicas, niña;
niña de las novelas, niña de las tonadas:
tienes un gesto inmóvil de estampa de provincia
en el agua de asombro de la cara perdida
y en los serios cabellos goteados de dramas.
Estás sobre mi vida de piedra y hierro ardiente,
como la eternidad encima de los muertos;
recuerdo que viniste y has existido siempre,
mujer, mi mujer mía, conjunto de mujeres,
toda la especie humana se lamenta en tus huesos.
Llenas la tierra entera, como un viento rodante,
y tus cabellos huelen a tonadas oceánicas;
naranjo de los pueblos terrosos y joviales,
tienes la soledad llena de soledades,
y tu corazón tiene la forma de una lágrima.
[...]
Te pareces a esas cántaras populares,
tan graciosas y tan modestas de costumbres;
tu democracia inmóvil huele a yuyos rurales,
muchacha del país, florida de velámenes,
y la greda morena, triste de aves azules.
Derivas de mineros y de conquistadores,
ancha y violenta gente llevó tu sangre extraña,
y tu abuelo, don Domingo Sanderson, fue un HOMBRE;
y los miro y los veo cruzando el horizonte
con tu actitud futura encima de la espada.
Eres la permanencia de las cosas profundas
y la amada geográfica llenando el Occidente;
tus labios y tus pechos son un panal de angustia,
y tu viente maduro es un racimo de uvas
colgado del parrón colosal de la muerte.
Ay, amiga, mi amiga, tan amiga, mi amiga,
cariñosa, lo mismo que el pan del hombre pobre;
naciste tú llorando y sollozó la vida:
yo te comparo a una cadena de fatigas
hecha para amarrar estrellas en desorden.
El viaje (Carlos de Rokha)
Cuando volví a aquel pueblo en que viví de niño
todo estaba lo mismo que en los días perdidos.
Nadie vino a esperarme a la estación dormida
Yo traía en mis ojos equipajes de sombras
Las casas bostezaban llenas de polvo umbrío.
No encontré a los vecinos
que hablaban con mi abuelo
en la paz de la tarde cuando se acaba el día.
Todos, todos yacían en sus nichos helados.
Sólo unas hojas loicas jugaban en alambres
que muy breves medían la extensión del villorio.
En el viejo molino
nadie movía ahora la ya gastada rueda.
Los campanarios mudos, las plazas casi secas
sin sus rondas de niños y de pájaros.
Los labriegos lejanos consumían sus manos
trabajando la tierra como en el tiempo antiguo.
Visiones olvidadas, telarañas heridas, puertas todas en sombras
me hablaban de un pasado de remotas anuencias.
Quise llorar entonces,
pero volví mi rostro
y un silencio de asombro me acompañó al regreso
cuando volví del pueblo en que viví mi infancia.
Segunda agonía y alabanza (Carlos de Rokha)
Es tan lenta la agonía de aquel que ama los frutos cálidos
¿Quién en la hora de la muerte no adorará la alegría de los
--------[juncos?
¿Quién no evocará la ventura de las ondas que nunca se
--------[detienen?
Es tan persistente el dolor de mis ojos
que niego el paraíso y afirmo que la luz no podría vivir sin
--------[la sombra.
Digo que nada hace suyo al hombre sino después de un largo
--------[dolor hacia adentro
por mortaja de viento recóndito impulsado
hasta que la misma sangre es una piedra donde sus
--------[deudos lloran.
Digo que hasta los huesos duelen cuando canta (tanto como si
--------[naciéramos de nuevo)
y todo duele ¡oh!, alta corona mortal de la tiniebla que me
--------[abisma
¡oh!, laúd de ceniza que sólo dedos ciegos
podrían pulsar al pie de los quietos limoneros ahora plateados
--------[por la luna.
Hay una hora para llorar la dicha semejante a un río perdido
pues todo lo que amas cesará en un instante de latir
y sólo los profundos cánticos en que el hombre celebra
el fuego, el mar, la sangre y su agonía
serán, os digo, eternos como el héroe
que allí desnudo y libre un día alzara
las doradas columnas que sostendrán la tierra.